Conferencia del Cardenal Joseph
Ratzinger sobre la eclesiología de la «Lumen gentium» pronunciada en el
Congreso Internacional sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, organizado
por el comité para el Gran Jubileo del año 2000
En el tiempo de la preparación del
concilio Vaticano II y también durante el Concilio mismo, el cardenal Frings me
relató a menudo un episodio sencillo, que evidentemente le había impresionado
profundamente. El Papa Juan XXIII no había fijado ningún tema concreto para el
Concilio, pero había invitado a los obispos del mundo entero a proponer sus
prioridades, de forma que de las experiencias vivas de la Iglesia universal
brotara la temática de la que se debía ocupar el Concilio.
También en la Conferencia episcopal
alemana se discutió cuáles temas convenía proponer para la reunión de los
obispos. No sólo en Alemania, sino prácticamente en toda la Iglesia católica,
se opinaba que el tema debía ser la Iglesia: el concilio Vaticano I,
interrumpido antes de concluir a causa de la guerra franco-alemana, no había
podido realizar totalmente su síntesis eclesiológica; sólo había dejado un
capítulo de eclesiología aislado. Tomar el hilo de entonces, tratando así de
llegar a una visión global de la Iglesia, parecía ser la tarea urgente del
inminente concilio Vaticano II.
A eso llevaba también el clima
cultural de la época: el fin de la segunda guerra mundial había implicado una
profunda revisión teológica. La teología liberal, con una orientación
totalmente individualista, se había eclipsado por sí misma, y se había
suscitado una nueva sensibilidad con respecto a la Iglesia. No sólo Romano
Guardini hablaba de un despertar de la Iglesia en las almas. También el obispo
evangélico Otto Dibelius acuñaba la fórmula del siglo de la Iglesia, y Karl
Barth daba a su dogmática, fundada en las tradiciones reformadas, el título
programático de "Kirchliche Dogmatik" (Dogmática eclesial): como
decía, la dogmática presupone la Iglesia, sin la Iglesia no existe.
Así, entre los miembros de la
Conferencia episcopal alemana reinaba la opinión común de que el tema debía ser
la Iglesia. El anciano obispo Buchberger, de Ratisbona, que, por haber ideado
el Lexicon für Theologie und Kirche en diez volúmenes -hoy ya va por la tercera
edición-, se había granjeado estima y fama mucho más allá de su diócesis, pidió
la palabra -así me lo contó el arzobispo de Colonia- y dijo: "Queridos
hermanos, en el Concilio ante todo debéis hablar de Dios. Este es el tema más
importante". Los obispos quedaron impresionados por la profundidad de esas
palabras. Como es natural, no podían limitarse a proponer sencillamente el tema
de Dios. Pero, al menos en el cardenal Frings, quedó una inquietud interior, y
se preguntaba continuamente cómo podíamos cumplir ese imperativo.
Este episodio me volvió a la mente
cuando leí el texto de la conferencia con la que Johann Baptist Metz se
despidió, en 1993, de su cátedra de Münster. Quisiera citar de ese importante
discurso al menos algunas frases significativas. Dice Metz: "La crisis que
ha afectado al cristianismo europeo no es principalmente, o al menos
exclusivamente, una crisis eclesial... La crisis es más profunda: en efecto, no
sólo tiene sus raíces en la situación de la Iglesia misma; ha llegado a ser una
crisis de Dios". "De forma esquemática se podría decir: religión sí,
Dios no; pero este "no", a su vez, no se ha de entender en el sentido
categórico de los grandes ateísmos. No existen ya grandes ateísmos. En
realidad, el ateísmo actual ya puede volver a hablar de Dios, de forma serena o
tranquila, sin entenderlo verdaderamente...". "También la Iglesia
tiene una concepción de la inmunización contra las crisis de Dios. Ya no habla
hoy -como sucedió, por ejemplo, todavía en el concilio Vaticano I- de Dios,
sino sólo -como, por ejemplo, en el último Concilio- del Dios anunciado por
medio de la Iglesia. La crisis de Dios se cifra eclesiológicamente".
Estas palabras, en labios del creador
de la teología política, deben llamar nuestra atención. Nos recuerdan, en
primer lugar, con razón, que el concilio Vaticano II no fue sólo un concilio
eclesiológico, sino ante todo y sobre todo, habló de Dios -y no solamente
dentro de la cristiandad, sino también dirigiéndose al mundo-, del Dios que es
Dios de todos, que salva a todos y es accesible a todos. ¿Es verdad que el
Vaticano II, como parece decir Metz, sólo recogió la mitad de la herencia del
anterior concilio? Es evidente que una relación dedicada a la eclesiología del
Concilio debe plantearse esa pregunta.
Quisiera anticipar inmediatamente mi
tesis de fondo: el Vaticano II quiso claramente insertar y subordinar el
discurso sobre la Iglesia al discurso sobre Dios; quiso proponer una
eclesiología en sentido propiamente teo-lógico, pero la acogida del Concilio
hasta ahora ha omitido esta característica determinante, privilegiando algunas
afirmaciones eclesiológicas; se ha fijado en algunas palabras aisladas,
llamativas, y así no ha captado todas las grandes perspectivas de los padres
conciliares.
Algo análogo se puede decir a
propósito del primer texto que elaboró el Vaticano II: la constitución
Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada liturgia. Al inicio, el hecho de que
fuera la primera se debió a motivos prácticos. Pero, retrospectivamente, se
debe decir que, en la arquitectura del Concilio, tiene un sentido preciso: lo
primero es la adoración. Y, por tanto, Dios. Este inicio corresponde a las
palabras de la Regla benedictina: "Operi Dei nihil praeponatur".
La constitución sobre la Iglesia
-Lumen gentium-, que fue el segundo texto conciliar, debería considerarse
vinculada interiormente a la anterior. La Iglesia se deja guiar por la oración,
por la misión de glorificar a Dios. La eclesiología, por su naturaleza, guarda
relación con la liturgia. Y, por tanto, también es lógico que la tercera constitución
-Dei Verbum- hable de la palabra de Dios, que convoca a la Iglesia y la renueva
en todo tiempo. La cuarta constitución -Gaudium et spes- muestra cómo se
realiza la glorificación de Dios en la vida activa, cómo se lleva al mundo la
luz recibida de Dios, pues sólo así se convierte plenamente en glorificación de
Dios.
Ciertamente, en la historia del
posconcilio la constitución sobre la liturgia no fue comprendida a partir de
este fundamental primado de la adoración, sino más bien como un libro de recetas
sobre lo que podemos hacer con la liturgia. Mientras tanto, los creadores de la
liturgia, ocupados como están de modo cada vez más apremiante en reflexionar
sobre cómo pueden hacer que la liturgia sea cada vez más atractiva,
comunicativa, de forma que la gente participe cada vez más activamente, no han
tenido en cuenta que, en realidad, la liturgia se "hace" para Dios y
no para nosotros mismos. Sin embargo, cuanto más la hacemos para nosotros
mismos, tanto menos atractiva resulta, porque todos perciben claramente que se
ha perdido lo esencial.
Ahora bien, por lo que atañe a la
eclesiología de la Lumen gentium, han quedado ante todo en la conciencia de la
gente algunas palabras clave: la idea de pueblo de Dios, la colegialidad de los
obispos como revalorización del ministerio episcopal frente al primado del
Papa, la revalorización de las Iglesias locales frente a la Iglesia universal,
la apertura ecuménica del concepto de Iglesia y la apertura a las demás
religiones; y, por último, la cuestión del estado específico de la Iglesia
católica, que se expresa en la fórmula según la cual la Iglesia una, santa,
católica y apostólica, de la que habla el Credo, "subsistit in Ecclesia
catholica". Ahora dejo esta famosa fórmula sin traducir porque, como era
de prever, se le han dado las interpretaciones más contradictorias: desde la
idea de que expresa la singularidad de la Iglesia católica unida al Papa, hasta
la idea de que expresa una equiparación con todas las demás Iglesias cristianas
y de que la Iglesia católica ha abandonado su pretensión de especificidad.
En una primera fase de la acogida del
Concilio, junto con el tema de la colegialidad, domina el concepto de pueblo de
Dios, que, entendido muy pronto totalmente a partir del uso lingüístico
político general de la palabra pueblo, en el ámbito de la teología de la
liberación, se comprendió, con el uso de la palabra marxista de pueblo, como
contraposición a las clases dominantes y, en general, aún más ampliamente, en
el sentido de la soberanía del pueblo, que ahora, por fin, se debería aplicar
también a la Iglesia.
Eso, a su vez, suscitó amplios debates
sobre las estructuras, en los cuales se interpretó, según las diversas
situaciones, al estilo occidental, como "democratización", o en el
sentido de las "democracias populares" orientales.
Poco a poco estos "fuegos
artificiales de palabras" (N. Lohfink) en torno al concepto de pueblo de
Dios se han ido apagando, por una parte, y principalmente, porque estos juegos
de poder se han vaciado de sí mismos y debían ceder el lugar al trabajo
ordinario en los consejos parroquiales; pero, por otra, también porque un
sólido trabajo teológico ha mostrado de modo incontrovertible que eran
insostenibles esas politizaciones de un concepto procedente de un ámbito
totalmente diverso.
Como resultado de análisis exegéticos
esmerados, el exégeta de Bochum Werner Berg, por ejemplo, afirma: «A pesar del
escaso número de pasajes que contienen la expresión pueblo de Dios -desde este
punto de vista pueblo de Dios es un concepto bíblico más bien raro- se puede
destacar algo que tienen en común: la expresión pueblo de Dios manifiesta el
parentesco con Dios, la relación con Dios, el vínculo entre Dios y lo que se
designa como pueblo de Dios; por tanto, una dirección vertical. La expresión se
presta menos a describir la estructura jerárquica de esta comunidad, sobre todo
si el pueblo de Dios es descrito como interlocutor de los ministros... A partir
de su significado bíblico, la expresión no se presta tampoco a un grito de
protesta contra los ministros: "nosotros somos el pueblo de Dios"».
El profesor de teología fundamental de
Paderborn Josef Meyer zu Schlochtern concluye la reseña sobre la discusión en
torno al concepto de pueblo de Dios observando que la constitución del Vaticano
II sobre la Iglesia termina el capítulo correspondiente "designando la
estructura trinitaria como fundamento de la última determinación de la
Iglesia". Así, la discusión vuelve al punto esencial: la Iglesia no existe
para sí misma, sino que debería ser el instrumento de Dios para reunir a los
hombres en torno a sí, para preparar el momento en que "Dios será todo en
todos" (1 Co 15, 28). Precisamente se había abandonado el concepto de Dios
en los "fuegos artificiales" en torno a esta expresión y así había
quedado privado de su significado.
En efecto, una Iglesia que exista sólo
para sí misma es superflua. Y la gente lo nota enseguida. La crisis de la
Iglesia, tal como se refleja en el concepto de pueblo de Dios, es "crisis
de Dios"; deriva del abandono de lo esencial. Lo único que queda es una
lucha por el poder. Y esa lucha ya se produce en muchas partes del mundo; para
ella no hace falta la Iglesia.
Ciertamente, se puede decir que más o
menos a partir del Sínodo extraordinario de 1985, que debía tratar de hacer una
especie de balance de veinte años de posconcilio, se está difundiendo una nueva
tentativa, que consiste en resumir el conjunto de la eclesiología conciliar en
el concepto básico: "eclesiología de comunión".
Me alegró esta nueva forma de centrar
la eclesiología y, en la medida de mis posibilidades, también traté de
prepararla. Por lo demás, ante todo es preciso reconocer que la palabra
comunión no ocupa en el Concilio un lugar central. A pesar de ello, si se
entiende correctamente, puede servir de síntesis para los elementos esenciales
del concepto cristiano de la eclesiología conciliar.
Todos los elementos esenciales del
concepto cristiano de comunión se encuentran reunidos en el famoso pasaje de la
primera carta de san Juan, que se puede considerar el criterio de referencia
para cualquier interpretación cristiana correcta de la comunión: "Lo que
hemos visto y oído, os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en
comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo
Jesucristo. Os escribimos esto para que nuestro gozo sea perfecto" (1 Jn
1, 3).
Lo primero que se puede destacar de
ese texto es el punto de partida de la comunión: el encuentro con el Hijo de
Dios, Jesucristo, llega a los hombres a través del anuncio de la Iglesia. Así nace
la comunión de los hombres entre sí, la cual, a su vez, se funda en la comunión
con el Dios uno y trino.
A la comunión con Dios se accede a
través de la realización de la comunión de Dios con el hombre, que es Cristo en
persona; el encuentro con Cristo crea comunión con él mismo y, por tanto, con
el Padre en el Espíritu Santo, y, a partir de ahí, une a los hombres entre sí.
Todo esto tiene como finalidad el gozo perfecto: la Iglesia entraña una
dinámica escatológica.
En la expresión "gozo
perfecto" se percibe la referencia a los discursos de despedida de Jesús
y, por consiguiente, al misterio pascual y a la vuelta del Señor en las
apariciones pascuales, que tiende a su vuelta plena en el nuevo mundo:
"Vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo.
(...) De nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón (...). Pedid y
recibiréis, para que vuestro gozo sea perfecto" (Jn 16, 20. 22. 24). Si se
compara la última frase citada con Lc 11,13 -la invitación a la oración en san
Lucas- aparece claro que "gozo" y "Espíritu Santo" son
equivalentes y que, en 1 Jn 1,3, detrás de la palabra gozo se oculta el
Espíritu Santo, sin mencionarlo expresamente.
Así pues, a partir de este marco
bíblico, la palabra comunión tiene un carácter teológico, cristológico,
histórico-salvífico y eclesiológico. Por consiguiente, encierra también la
dimensión sacramental, que en san Pablo aparece de forma plenamente explícita:
"El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de
Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque
el pan es uno, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos
de ese único pan..." (1 Co 10, 16-17).
La eclesiología de comunión es, en su
aspecto más íntimo, una eclesiología eucarística. Se sitúa muy cerca de la
eclesiología eucarística, que teólogos ortodoxos han desarrollado de modo
convincente en nuestro siglo. En ella, la eclesiología se hace más concreta y,
a pesar de ello, sigue siendo totalmente espiritual, trascendente y
escatológica.
En la Eucaristía, Cristo, presente en
el pan y en el vino, y dándose siempre de forma nueva, edifica la Iglesia como
su cuerpo, y por medio de su cuerpo resucitado nos une al Dios uno y trino y
entre nosotros. La Eucaristía se celebra en los diversos lugares y, a pesar de
ello, al mismo tiempo es siempre universal, porque existe un solo Cristo y un
solo cuerpo de Cristo. La Eucaristía incluye el servicio sacerdotal de la
"representación de Cristo" y, por tanto, la red del servicio, la síntesis
de unidad y multiplicidad, que se manifiesta ya en la palabra comunión. Así, se
puede decir, sin lugar a dudas, que este concepto entraña una síntesis
eclesiológica, que une el discurso de la Iglesia al discurso de Dios y a la
vida que procede de Dios y que se vive con Dios; una síntesis que recoge todas
las intenciones esenciales de la eclesiología del Vaticano II y las relaciona
entre sí de modo correcto.
Por todos estos motivos, me alegré y
expresé mi gratitud cuando el Sínodo de 1985 puso en el centro de la reflexión
el concepto de comunión. Sin embargo, los años sucesivos mostraron que ninguna
palabra está exenta de malentendidos, ni siquiera la mejor o la más profunda. A
medida que la palabra comunión se fue convirtiendo en un eslogan fácil, se fue
opacando y desnaturalizando. Como sucedió con el concepto de pueblo de Dios,
también con respecto a comunión se realizó una progresiva horizontalización, el
abandono del concepto de Dios. La eclesiología de comunión comenzó a reducirse
a la temática de la relación entre la Iglesia particular y la Iglesia
universal, que a su vez se centró cada vez más en el problema de la división de
competencias entre la una y la otra.
Naturalmente, se difundió de nuevo el
motivo del "igualitarismo", según el cual en la comunión sólo podría
haber plena igualdad. Así se llegó de nuevo exactamente a la discusión de los
discípulos sobre quién era el más grande, y resulta evidente que esta discusión
en ninguna generación tiende a desaparecer. San Marcos lo relata con mayor relieve
(cf. Mc 9, 33-37). De camino hacia Jerusalén, Jesús había anunciado por tercera
vez a sus discípulos su próxima pasión. Al llegar a Cafarnaúm, les preguntó de
qué habían discutido entre sí a lo largo del camino. "Pero ellos
callaban", porque habían discutido sobre quién de ellos era el más grande,
es decir, una especie de discusión sobre el primado.
¿No sucede hoy eso mismo? Mientras el
Señor va hacia su pasión; mientras la Iglesia, y en ella él mismo, sufre,
nosotros nos dedicamos a discutir sobre nuestro tema preferido, sobre nuestros
derechos de precedencia. Y si Cristo viniera a nosotros y nos preguntara de qué
estábamos hablando, sin duda nos sonrojaríamos y callaríamos.
Esto no quiere decir que en la Iglesia
no se deba discutir también sobre el recto ordenamiento y sobre la asignación
de las responsabilidades. Desde luego, habrá desequilibrios, que deben
corregirse. Naturalmente, se puede dar un centralismo romano excesivo, que como
tal se debe señalar y purificar. Pero esas cuestiones no pueden distraer del
auténtico cometido de la Iglesia: la Iglesia no debe hablar principalmente de
sí misma, sino de Dios; y sólo para que esto suceda de modo puro, hay también
reproches intraeclesiales, que deben tener como guía la correlación del
discurso sobre Dios y sobre el servicio común. En conclusión, no por casualidad
en la tradición evangélica se repiten en varios contextos las palabras de
Jesús, según las cuales los últimos serán los primeros y los primeros serán los
últimos, como en un espejo, que afecta siempre a todos.
Frente a la reducción que se verificó
con respecto al concepto de comunión después de 1985, la Congregación para la
doctrina de la fe creyó conveniente preparar la "Carta a los obispos de la
Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como
comunión" (Communionis notio), que se publicó con fecha 28 de mayo de
1992. Dado que en la actualidad muchos teólogos, para cuidar de su celebridad,
sienten el deber de dar una valoración negativa a los documentos de la Congregación
para la doctrina de la fe, sobre ese texto llovieron las críticas, y fue poco
lo que se salvó de ellas. Se criticó sobre todo la frase según la cual la
Iglesia universal es una realidad ontológica y temporalmente previa a cada
concreta Iglesia particular.
Esto en el texto se hallaba fundado
brevemente con la referencia al hecho de que según los santos Padres la Iglesia
una y única precede la creación y da a luz a las Iglesias particulares (cf.
Communionis notio, 9). Los santos Padres prosiguen así una teología rabínica
que había concebido como preexistentes la Torah (Ley) e Israel: la creación
habría sido concebida para que en ella existiera un espacio para la voluntad de
Dios, pero esta voluntad necesitaba un pueblo que viviera para la voluntad de
Dios y constituyera la luz del mundo. Dado que los Padres estaban convencidos
de la identidad última entre la Iglesia e Israel, no podían ver en la Iglesia
algo casual, surgido a última hora, sino que reconocían en esta reunión de los
pueblos bajo la voluntad de Dios la teleología interior de la creación.
A partir de la cristología, la imagen
se ensancha y se profundiza: la historia -nuevamente en relación con el Antiguo
Testamento- se explica como historia de amor entre Dios y el hombre. Dios
encuentra y se prepara la esposa del Hijo, la única esposa, que es la única
Iglesia. A partir de las palabras del Génesis, según las cuales el hombre y la
mujer serán "una sola carne" (Gn 2, 24), la imagen de la esposa se
fundió con la idea de la Iglesia como cuerpo de Cristo, metáfora que a su vez
deriva de la liturgia eucarística. El único cuerpo de Cristo es preparado;
Cristo y la Iglesia serán "una sola carne", un cuerpo, y así
"Dios será todo en todos". Esta prioridad ontológica de la Iglesia
universal, de la única Iglesia y del único cuerpo, de la única Esposa, con
respecto a las realizaciones empíricas concretas en cada una de las Iglesias
particulares, me parece tan evidente, que me resulta difícil comprender las
objeciones planteadas.
En realidad, sólo me parecen posibles
si no se quiere y ya no se logra ver la gran Iglesia ideada por Dios -tal vez
por desesperación, a causa de su insuficiencia terrena-; hoy se la considera
como fruto de la fantasía teológica y, por tanto, sólo queda la imagen empírica
de las Iglesias en su relación recíproca y con sus conflictos. Pero esto
significa que se elimina a la Iglesia como tema teológico. Si sólo se puede ver
a la Iglesia en las organizaciones humanas, entonces en realidad únicamente
queda desolación. En ese caso no se abandona solamente la eclesiología de los
santos Padres, sino también la del Nuevo Testamento y la concepción de Israel
en el Antiguo Testamento. Por lo demás, en el Nuevo Testamento no es necesario
esperar hasta las cartas deutero-paulinas y al Apocalipsis para encontrar la
prioridad ontológica, reafirmada por la Congregación para la doctrina de la fe,
de la Iglesia universal con respecto a las Iglesias particulares. En el corazón
de las grandes cartas paulinas, en la carta a los Gálatas, el Apóstol nos habla
de la Jerusalén celestial y no como una grandeza escatológica, sino como una
realidad que nos precede: "Esta Jerusalén es nuestra madre" (Ga 4,
26). Al respecto, H. Schlier destaca que para san Pablo, como para la tradición
judaica en la que se inspira, la Jerusalén celestial es el nuevo eón. Pero para
el Apóstol este nuevo eón ya está presente "en la Iglesia cristiana. Esta
es para él la Jerusalén celestial en sus hijos".
Aunque la prioridad ontológica de la
única Iglesia no se puede negar seriamente, no cabe duda de que la cuestión
relativa a la prioridad temporal es más difícil. La carta de la Congregación
para la doctrina de la fe remite aquí a la imagen lucana del nacimiento de la
Iglesia en Pentecostés por obra del Espíritu Santo. Ahora no quiero discutir la
cuestión de la historicidad de este relato. Lo que cuenta es la afirmación
teológica, que interesa a san Lucas. La Congregación para la doctrina de la fe
llama la atención sobre el hecho de que la Iglesia tiene su inicio en la
comunidad de los ciento veinte, reunida en torno a María, sobre todo en la
renovada comunidad de los Doce, que no son miembros de una Iglesia local, sino
que son los Apóstoles, los que llevarán el Evangelio hasta los confines de la
tierra.
Para esclarecer aún más la cuestión,
se puede añadir que ellos, en su número de doce, son al mismo tiempo el antiguo
y el nuevo Israel, el único Israel de Dios, que ahora -como desde el inicio se
hallaba contenido fundamentalmente en el concepto de pueblo de Dios- se
extiende a todas las naciones y funda en todos los pueblos el único pueblo de
Dios. Esta referencia se ve reforzada por otros dos elementos: la Iglesia en
este momento de su nacimiento habla ya en todas las lenguas. Los Padres de la
Iglesia, con razón, interpretaron este relato del milagro de las lenguas como
una anticipación de la "Catholica" -la Iglesia desde el primer
instante está orientada "kat'holon"-, abarca todo el universo.
A eso corresponde el hecho de que san
Lucas describe al grupo de los oyentes como peregrinos procedentes de toda la
tierra, sobre la base de una tabla de doce pueblos; así quería mostrar que el
auditorio simbolizaba la totalidad de los pueblos. San Lucas enriqueció esa
tabla helenística de los pueblos con un decimotercer nombre: los romanos; de
esta forma, sin duda, quería subrayar aún más la idea del Orbis. No expresa
exactamente el sentido del texto de la Congregación para la doctrina de la fe
Walter Kasper cuando, al respecto, dice que la comunidad originaria de
Jerusalén fue de hecho Iglesia universal e Iglesia particular al mismo tiempo;
prosigue: "Ciertamente, esto constituye una elaboración lucana, pues,
desde el punto de vista histórico, probablemente ya desde el inicio existían más
comunidades: además de la comunidad de Jerusalén, probablemente existía también
la comunidad de Galilea".
Aquí no se trata de la cuestión, para
nosotros en definitiva irresoluble, de saber exactamente cuándo y dónde
surgieron por primera vez las comunidades cristianas, sino del inicio interior
de la Iglesia en el tiempo, que san Lucas quiere describir y que, más allá de
toda indicación empírica, nos lleva a la fuerza del Espíritu Santo. Pero, sobre
todo, no se hace justicia al relato lucano si se dice que la "comunidad
originaria de Jerusalén" era al mismo tiempo Iglesia universal e Iglesia
local. La primera realidad en el relato de san Lucas no es una comunidad
jerosolimitana originaria; la primera realidad es que, en los Doce, el antiguo
Israel, que es único, se convierte en el nuevo y que ahora este único Israel de
Dios, por medio del milagro de las lenguas, aun antes de ser la representación
de una Iglesia local jerosolimitana, se muestra como una unidad que abarca
todos los tiempos y todos los lugares.
En los peregrinos presentes, que
provienen de todos los pueblos, esa Iglesia abraza inmediatamente también a
todos los pueblos del mundo. Tal vez no es necesario atribuir demasiado valor a
la cuestión de la precedencia temporal de la Iglesia universal, que san Lucas
en su relato propone claramente. Pero sigue siendo importante que la Iglesia,
en los Doce, es engendrada por el único Espíritu, desde el primer instante,
para todos los pueblos y, por consiguiente, también desde el primer momento
está orientada a expresarse en todas las culturas y precisamente así destinada
a ser el único pueblo de Dios: no una comunidad local que crece lentamente,
sino la levadura, siempre orientada al conjunto; por tanto, encierra en sí una
universalidad desde el primer instante.
La resistencia contra las afirmaciones
de la precedencia de la Iglesia universal con respecto a las Iglesias
particulares es teológicamente difícil de comprender o, incluso,
incomprensible. Sólo resulta comprensible a partir de una sospecha, que
sintéticamente se ha formulado así: "Totalmente problemática resulta la
fórmula, si la única Iglesia universal se identifica tácitamente con la Iglesia
romana, de facto con el Papa y la Curia. Si esto sucede, entonces la carta de
la Congregación para la doctrina de la fe no se puede entender como una
contribución al esclarecimiento de la eclesiología de comunión; se debe
comprender como su abandono y como el intento de una restauración del
centralismo romano".
En ese texto la identificación de la
Iglesia universal con el Papa y la Curia se introduce primero como hipótesis,
como peligro, pero luego parece atribuirse de hecho a la carta de la
Congregación para la doctrina de la fe, a la que así se presenta como
restauración teológica y, por tanto, como alejamiento del concilio Vaticano II.
Este salto de interpretación
sorprende, pero constituye sin duda una sospecha muy difundida. Es una
expresión concreta de una acusación que se escucha en muchas partes, y que
manifiesta también una creciente incapacidad de representarse algo concreto
bajo la Iglesia universal, bajo la Iglesia una, santa y católica. Como único
elemento configurante quedan el Papa y la Curia, y si se les da una
clasificación demasiado alta desde el punto de vista teológico, es comprensible
que se vean como una amenaza.
Así, después de lo que sólo
aparentemente ha sido un excursus, nos encontramos concretamente frente a la
cuestión de la interpretación del Concilio. La pregunta que nos planteamos
ahora es la siguiente: ¿Qué idea de Iglesia universal tiene propiamente el
Concilio? No se puede decir, con verdad, que la carta de la Congregación para
la doctrina de la fe "identifica tácitamente la Iglesia universal con la
Iglesia romana, de facto con el Papa y la Curia". Esta tentación surge
cuando anteriormente se identifica la Iglesia local de Jerusalén con la Iglesia
universal, es decir, cuando se reduce el concepto de Iglesia a las comunidades
que aparecen empíricamente y se pierde de vista su profundidad teológica.
Conviene volver, con estos
interrogantes, al texto mismo del Concilio. Inmediatamente la primera frase de
la constitución sobre la Iglesia aclara que el Concilio no considera a la
Iglesia como una realidad cerrada en sí misma, sino que la ve a partir de
Cristo: "Cristo es la luz de los pueblos. Por eso este sacrosanto Sínodo,
reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres
con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia"
(Lumen gentium, 1). En el fondo se aprecia ahí la imagen presente en la teología
de los santos Padres, que ve en la Iglesia la luna, la cual no tiene de por sí
luz propia, sino que refleja la luz del sol, Cristo. Así la eclesiología
aparece como dependiente de la cristología, vinculada a ella. Pero, dado que
nadie puede hablar correctamente de Cristo, del Hijo, sin hablar al mismo
tiempo del Padre; y dado que no se puede hablar correctamente del Padre y del
Hijo sin ponerse a la escucha del Espíritu Santo, la visión cristológica de la
Iglesia se ensancha necesariamente hasta convertirse en una eclesiología
trinitaria (cf. ib., 2-4).
El discurso sobre la Iglesia es un
discurso sobre Dios, y sólo así es correcto. En esta apertura trinitaria, que
ofrece la clave para una correcta lectura de todo el texto, aprendemos, a
partir de las realizaciones históricas concretas, y en todas ellas, lo que es
la Iglesia una, santa, lo que significa "Iglesia universal". Esto se
esclarece aún más cuando sucesivamente se muestra el dinamismo interior de la
Iglesia hacia el reino de Dios. La Iglesia, precisamente porque se ha de
comprender teo-lógicamente, se trasciende a sí misma: es la reunión para el
reino de Dios, la irrupción en él.
Luego se presentan brevemente las
diversas imágenes de la Iglesia, todas las cuales representan a la única
Iglesia: esposa, casa de Dios, familia de Dios, templo de Dios, la ciudad
santa, nuestra madre, la Jerusalén celestial, la grey de Dios, etc. Al final,
eso se concreta ulteriormente. Recibimos una respuesta muy práctica a la
pregunta: ¿qué es esta única Iglesia universal, la cual precede ontológica y
temporalmente a las Iglesias locales? ¿Dónde está? ¿Dónde podemos verla actuar?
La constitución responde hablándonos
de los sacramentos. En primer lugar está el bautismo: es un acontecimiento
trinitario, es decir, totalmente teológico, mucho más que una socialización
vinculada a la Iglesia local, como, por desgracia, a menudo se dice hoy,
desnaturalizando el concepto. El bautismo no deriva de la comunidad concreta;
nos abre la puerta a la única Iglesia; es la presencia de la única Iglesia, y
sólo puede brotar a partir de ella, de la Jerusalén celestial, de la nueva
madre. Al respecto, el conocido ecumenista Vinzenz Pfnür ha dicho
recientemente: el bautismo es ser insertados "en el único cuerpo de
Cristo, abierto para nosotros en la cruz (cf. Ef 2, 16), en el que... son
bautizados por medio del único Espíritu (cf. 1 Co 12, 13), lo cual es
esencialmente mucho más que el anuncio bautismal común en muchos lugares: hemos
acogido en nuestra comunidad...". En el bautismo llegamos a ser miembros
de este único cuerpo, "lo cual no debe confundirse con la pertenencia a
una Iglesia local. De él forma parte la única esposa y el único episcopado...,
en el cual, como dice san Cipriano, sólo se participa en la comunión de los
obispos".
En el bautismo la Iglesia universal
precede continuamente a la Iglesia local y la constituye. Basándose en esto, la
carta de la Congregación para la doctrina de la fe sobre la comunión puede
decir que en la Iglesia no hay extranjeros: cada uno en cualquier parte está en
su casa, y no es huésped. Siempre se trata de la única Iglesia, la única y la
misma. Quien es bautizado en Berlín, está en su casa en la Iglesia en Roma o en
Nueva York o en Kinshasa o en Bangalore o en cualquier otro lugar, del mismo
modo que en la Iglesia donde fue bautizado. No debe registrarse de nuevo, pues
la Iglesia es única. El bautismo viene de ella y da a luz en ella. Quien habla
del bautismo, de por sí habla también de la palabra de Dios, que para la
Iglesia entera es sólo una, y continuamente la precede en todos los lugares, la
convoca y la edifica. Esta palabra está por encima de la Iglesia y, a pesar de
ello, está en ella, ha sido encomendada a ella como sujeto vivo. Para estar
presente de modo eficaz en la historia, la palabra de Dios necesita este
sujeto, pero este sujeto, a su vez, no subsiste sin la fuerza vivificante de la
palabra, que ante todo la hace sujeto.
Cuando hablamos de la palabra de Dios,
nos referimos también al Credo, que está en el centro del evento bautismal; es
la modalidad con la que la Iglesia acoge la palabra y la hace propia, siendo de
algún modo palabra y, al mismo tiempo, respuesta. También aquí está presente la
Iglesia universal, la única Iglesia, de modo muy concreto y perceptible.
El texto conciliar pasa del bautismo a
la Eucaristía, en la que Cristo da su cuerpo y nos convierte así en su cuerpo.
Este cuerpo es único; así, nuevamente la Eucaristía, para toda Iglesia local,
es el lugar de la inserción en el único Cristo, el llegar a ser uno con todos
los que participan en la comunión universal, que une el cielo y la tierra, a
los vivos y a los muertos, el pasado, el presente y el futuro, y abre a la
eternidad.
La Eucaristía no nace de la Iglesia
local y no termina en ella. Manifiesta continuamente que Cristo entra en
nosotros desde fuera a través de nuestras puertas cerradas. Viene continuamente
a nosotros desde fuera, desde el único y total cuerpo de Cristo, y nos
introduce en él. Este "extra nos" del sacramento se revela también en
el ministerio del obispo y del presbítero: la Eucaristía necesita del
sacramento del servicio sacerdotal precisamente porque la comunidad no puede
darse a sí misma la Eucaristía; debe recibirla del Señor a través de la
mediación de la única Iglesia.
La sucesión apostólica, que constituye
el ministerio sacerdotal, implica tanto el aspecto sincrónico como el
diacrónico del concepto de Iglesia: pertenecer al conjunto de la historia de la
fe desde los Apóstoles y estar en comunión con todos los que se dejan reunir
por el Señor en su cuerpo. La constitución Lumen gentium sobre la Iglesia trató
de forma destacada del ministerio episcopal en el tercer capítulo y aclaró su
significado a partir del concepto fundamental del colegio. Este concepto, que
sólo aparece de forma marginal en la tradición, sirve para ilustrar la unidad
interior del ministerio episcopal. No se es obispo como individuo, sino a
través de la pertenencia a un cuerpo, a un colegio, el cual a su vez representa
la continuidad histórica del colegio de los Apóstoles. En este sentido, el
ministerio episcopal deriva de la única Iglesia e introduce en ella.
Precisamente aquí se puede comprobar que no existe teológicamente ninguna
contraposición entre Iglesia local e Iglesia universal. El obispo representa en
la Iglesia local a la única Iglesia, y edifica la única Iglesia mientras
edifica la Iglesia local y aprovecha sus dones particulares para la utilidad de
todo el cuerpo.
El ministerio del Sucesor de Pedro es
un caso particular del ministerio episcopal y está vinculado de modo especial a
la responsabilidad de la unidad de la Iglesia entera. Pero este ministerio de
Pedro y su responsabilidad ni siquiera podrían existir si no existiera ante
todo la Iglesia universal. En efecto, se movería en el vacío y constituiría una
pretensión absurda. Sin duda hubo que ir redescubriendo continuamente, incluso
con grandes esfuerzos y sufrimientos, la correlación correcta de episcopado y
primado. Pero esta búsqueda sólo se plantea de modo correcto cuando se
considera a partir del primado de la misión específica de la Iglesia, y
orientada y subordinada a él en todo tiempo; es decir, la tarea de llevar a
Dios a los hombres, y a los hombres a Dios. El objetivo de la Iglesia es el
Evangelio, y en ella todo debe girar en torno a él.
En este momento quisiera interrumpir
el análisis del concepto de comunión y tomar posición, al menos brevemente, con
respecto al aspecto más discutido de la Lumen gentium: el significado de la ya
mencionada frase, en el número 8 de dicha constitución, según la cual la única
Iglesia de Cristo, que en el Símbolo profesamos única, santa, católica y
apostólica, "subsiste" en la Iglesia católica, gobernada por el
sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él. La Congregación para la
doctrina de la fe, en 1985, se vio obligada a tomar posición con respecto a ese
texto, muy discutido, con ocasión de un libro de Leonardo Boff, en el que el
autor sostenía la tesis de que la única Iglesia de Cristo, al igual que
subsiste en la Iglesia católica romana, de la misma forma subsiste también en
otras Iglesias cristianas. Es superfluo decir que el pronunciamiento de la
Congregación para la doctrina de la fe fue objeto de fuertes críticas y luego
relegado al olvido.
En el intento de analizar cuál es la
situación actual de la aplicación de la eclesiología conciliar, la cuestión de
la interpretación del "subsistit" es inevitable, y al respecto se
debe tener presente el único pronunciamiento oficial del Magisterio después del
Concilio sobre este palabra, es decir, la citada Notificación.
Quince años más tarde, aparece con
mucha mayor claridad que entonces que no se trataba meramente de un autor
teológico concreto, sino de una visión de Iglesia que circula, con diversas
variantes, y que sigue vigente en la actualidad.
La clarificación de 1985 presentó con
amplitud el contexto de la tesis de Boff, a la que hemos aludido. No es
necesario profundizar más esos detalles, porque lo que nos interesa es algo más
fundamental. La tesis, cuyo representante entonces era Boff, se podría caracterizar
como relativismo eclesiológico. Encuentra su justificación en la teoría según
la cual el "Jesús histórico" de por sí no habría pensado en una
Iglesia y, por tanto, mucho menos la habría fundado. La Iglesia, como realidad
histórica, sólo habría surgido después de la Resurrección, en el proceso de
pérdida de tensión escatológica, a causa de las inevitables necesidades
sociológicas de la institucionalización, y al inicio ni siquiera habría
existido una Iglesia universal "católica", sino sólo diversas
Iglesias locales, con diversas teologías, diversos ministerios, etc.
Por tanto, ninguna Iglesia
institucional podría afirmar que es la única Iglesia de Jesucristo, querida por
Dios mismo; todas las formas institucionales habrían surgido de necesidades sociológicas,
y en consecuencia, como tales, todas serían construcciones que se pueden o,
incluso, se deben cambiar radicalmente según las nuevas circunstancias. En su
calificación teológica se diferenciarían de modo muy secundario. Así pues, se
podría decir que en todas, o por lo menos en muchas, subsistiría la "única
Iglesia de Cristo".
A propósito de esa hipótesis, surge
naturalmente la pregunta: ¿con qué derecho, en esa visión, se puede hablar
simplemente de una única Iglesia de Cristo?
La tradición católica, por el
contrario, ha elegido otro punto de partida: confía en los evangelistas, cree
en ellos. Entonces resulta evidente que Jesús, el cual anunció el reino de
Dios, para su realización reunió en torno a sí algunos discípulos; no sólo les
dio su palabra como nueva interpretación del Antiguo Testamento, sino también,
en el sacramento de la última Cena, les hizo el don de un nuevo centro
unificante, por medio del cual todos los que se profesan cristianos, de un modo
totalmente nuevo, llegan a ser uno con él, hasta el punto de que san Pablo pudo
designar esa comunión como formar un solo cuerpo con Cristo, como la unidad de
un solo cuerpo en el Espíritu. Entonces resulta evidente que la promesa del
Espíritu Santo no era un anuncio vago, sino que indicaba la realidad de
Pentecostés; es decir, la Iglesia no fue pensada y hecha por hombres, sino que
fue creada por medio del Espíritu; es y sigue siendo criatura del Espíritu
Santo.
Entonces, la institución y el Espíritu
están en la Iglesia en una relación muy diversa de la que las mencionadas
corrientes de pensamiento quisieran sugerirnos. Entonces la institución no es
simplemente una estructura, que se puede cambiar o derribar a placer, que no
tendría nada que ver con la realidad de la fe como tal. En consecuencia, esta
forma de corporeidad pertenece a la Iglesia misma. La Iglesia de Cristo no está
oculta de modo inaferrable detrás de las múltiples configuraciones humanas,
sino que existe realmente, como Iglesia verdadera, que se manifiesta en la
profesión de fe, en los sacramentos y en la sucesión apostólica.
Por consiguiente, el Vaticano II, con
la fórmula del "subsistit", de acuerdo con la tradición católica,
quería decir exactamente lo contrario de lo que dice el "relativismo
eclesiológico": la Iglesia de Jesucristo existe realmente. Él mismo la
quiso, y el Espíritu Santo la crea continuamente desde Pentecostés, a pesar de
todos los límites humanos, y la sostiene en su identidad esencial. La
institución no es una exterioridad inevitable, pero teológicamente irrelevante
o incluso perjudicial, sino que, en su núcleo esencial, pertenece a la realidad
concreta de la Encarnación. El Señor mantiene su palabra: "Las puertas del
infierno no prevalecerán contra ella".
Al llegar a este punto, resulta
necesario analizar un poco más a fondo el sentido de la palabra
"subsistit". Con esta expresión el Concilio se aparta de la fórmula
de Pío XII que, en su encíclica Mystici corporis Christi, había dicho: la
Iglesia católica "es" ("est") el único cuerpo de Cristo. En
la diferencia entre "subsistit" y "est" subyace todo el
problema ecuménico. La palabra "subsistit" deriva de la filosofía
antigua, desarrollada ulteriormente en la escolástica. A ella corresponde la
palabra griega "hypóstasis", que en la cristología desempeña un papel
fundamental para describir la unión de las naturalezas divina y humana en la
persona de Cristo. "Subsistere" es un caso especial de
"esse". Es el ser en la forma de un sujeto "a se stante".
Aquí se trata precisamente de esto. El Concilio quiere decir que la Iglesia de
Jesucristo, como sujeto concreto en este mundo, puede encontrarse en la Iglesia
católica. Eso sólo puede suceder una vez, y la concepción según la cual el
"subsistit" se debería multiplicar no corresponde a lo que pretendía
decir. Con la palabra "subsistit" el Concilio quería expresar la
singularidad y la no multiplicabilidad de la Iglesia católica: existe la
Iglesia como sujeto en la realidad histórica.
Sin embargo, la diferencia entre
"subsistit" y "est" encierra el drama de la división eclesial.
Aunque la Iglesia sólo sea una y subsista en un único sujeto, también fuera de
este sujeto existen realidades eclesiales, verdaderas Iglesias locales y
diversas comunidades eclesiales. Dado que el pecado es una contradicción, en
definitiva esta diferencia entre "subsistit" y "est" no
puede resolverse plenamente desde el punto de vista lógico. En la paradoja de
la diferencia entre singularidad y realidad concreta de la Iglesia, por una
parte, y existencia de una realidad eclesial fuera del único sujeto, por otra,
se refleja lo contradictorio que es el pecado humano, lo contradictoria que es
la división. Esa división es algo totalmente diferente de la dialéctica
relativista, antes descrita, en la que la división de los cristianos pierde su
aspecto doloroso y en realidad no es una fractura, sino sólo el manifestarse de
las múltiples variaciones de un único tema, en el que todas las variaciones, de
alguna manera, tienen razón y de algún modo no la tienen. En realidad no existe
una necesidad intrínseca para la búsqueda de la unidad, porque de todos modos,
en verdad, la única Iglesia está en todas partes y a la vez en ninguna. Por
tanto, en realidad, el cristianismo sólo existiría en la correlación dialéctica
de variaciones opuestas. El ecumenismo consistiría en que todos, de algún modo,
se reconocen recíprocamente, porque todos serían sólo fragmentos de la realidad
cristiana.
El ecumenismo sería, por consiguiente,
resignarse a una dialéctica relativista, dado que el Jesús histórico pertenece
al pasado y, de cualquier modo, la verdad sigue estando escondida.
La visión del Concilio es muy diversa:
el hecho de que en la Iglesia católica esté presente el "subsistit"
del único sujeto Iglesia no es mérito de los católicos, sino sólo obra de Dios,
que él hace perdurar a pesar del continuo demérito de los sujetos humanos.
Estos no pueden gloriarse de ello, sino sólo admirar la fidelidad de Dios,
avergonzándose de sus pecados y al mismo tiempo llenos de gratitud. Pero el
efecto de sus pecados se puede ver: todo el mundo contempla el espectáculo de
las comunidades cristianas divididas y enfrentadas, que reivindican
recíprocamente sus pretensiones de verdad y así aparentemente hacen inútil la
oración que Cristo elevó en la víspera de su pasión. Mientras la división, como
realidad histórica, es perceptible a todos, la subsistencia de la única Iglesia
en la figura concreta de la Iglesia católica sólo se puede percibir como tal
por la fe.
El concilio Vaticano II advirtió esta
paradoja y, precisamente por eso, declaró que el ecumenismo es un deber, como
búsqueda de la verdadera unidad, y la encomendó a la Iglesia del futuro.
Llego a la conclusión. Quien quiere
comprender la orientación de la eclesiología conciliar, no puede olvidar los
capítulos 4-7 de la constitución Lumen gentium, en los que se habla de los
laicos, de la vocación universal a la santidad, de los religiosos y de la
orientación escatológica de la Iglesia. En esos capítulos se vuelve a destacar
una vez más el objetivo intrínseco de la Iglesia, lo que es más esencial a su
existencia: se trata de la santidad, de cumplir la voluntad de Dios, de que en
el mundo exista espacio para Dios, de que pueda Dios habitar en él y así el
mundo se convierta en su "reino". La santidad es algo más que una
cualidad moral. Es el habitar de Dios con los hombres, de los hombres con Dios,
la "tienda" de Dios entre nosotros y en medio de nosotros (cf. Jn 1,
14). Se trata del nuevo nacimiento, no de carne ni de sangre, sino de Dios (cf.
Jn 1, 13). La orientación a la santidad es lo mismo que la orientación
escatológica, y de hecho ahora esa orientación a la santidad, a partir del
mensaje de Jesús, es fundamental para la Iglesia. La Iglesia existe para
convertirse en morada de Dios en el mundo, siendo así "santa": por
ser más santos se debería competir en la Iglesia, y no sobre mayores o menores
derechos de precedencia, ni sobre quién debe ocupar los primeros lugares. Y
todo esto, una vez más, se halla recogido y sintetizado en el último capítulo
de la constitución sobre la Iglesia, que trata de la Madre del Señor.
A primera vista, la inserción de la
mariología dentro de la eclesiología, que realizó el Concilio, podría parecer
más bien casual. Desde el punto de vista histórico, es verdad que esta
inserción la decidió una mayoría muy relativa de padres. Pero desde un punto de
vista más interior, esta decisión corresponde perfectamente a la orientación
del conjunto de la constitución: sólo entendiendo esta correlación, se entiende
correctamente la imagen de la Iglesia que el Concilio quería trazar. En esta
decisión se aprovecharon las investigaciones de H. Rahner, A. Müller, R.
Laurentin y Karl Delahaye, gracias a los cuales la mariología y la eclesiología
se renovaron y profundizaron al mismo tiempo. Sobre todo Hugo Rahner mostró de
modo notable, a partir de las fuentes, que toda la mariología fue pensada y
enfocada por los santos Padres ante todo como eclesiología: la Iglesia es
virgen y madre, fue concebida sin pecado y lleva el peso de la historia, sufre
y, a pesar de eso, ya está elevada a los cielos.
En el curso del desarrollo sucesivo se
revela muy lentamente que la Iglesia es anticipada en María, es personificada
en María y que, viceversa, María no es un individuo aislado, cerrado en sí
mismo, sino que entraña todo el misterio de la Iglesia. La persona no está
cerrada de forma individualista y la comunidad no se comprende de forma
colectivista, de modo impersonal; ambas se superponen recíprocamente de forma
inseparable. Esto vale ya para la mujer del Apocalipsis, tal como aparece en el
capítulo 12: no es correcto limitar esta figura exclusivamente, de modo
individualista, a María, porque en ella se contempla al mismo tiempo a todo el
pueblo de Dios, el antiguo y el nuevo Israel, que sufre y en el sufrimiento es
fecundo; pero tampoco es correcto excluir de esta imagen a María, la madre del
Redentor. Así, en la superposición entre persona y comunidad, como la
encontramos en este texto, ya está anticipada la relación íntima entre María y
la Iglesia, que luego se desarrolló lentamente en la teología de los Padres y,
al final, la recogió el Concilio. El hecho de que más tarde ambas se hayan
separado, de que María haya sido considerada como un individuo lleno de
privilegios y por eso infinitamente lejano a nosotros, y de que la Iglesia, a
su vez, haya sido vista de modo impersonal y puramente institucional, ha dañado
en igual medida tanto a la mariología como a la eclesiología.
Aquí han influido las divisiones, que
ha realizado de modo particular el pensamiento occidental y que, por lo demás,
tienen sus buenos motivos. Pero si queremos comprender correctamente a la
Iglesia y a María, debemos saber volver a la situación anterior a esas
divisiones, para entender la naturaleza superindividual de la persona y
superinstitucional de la comunidad, precisamente donde la persona y la
comunidad se remiten a su origen a partir de la fuerza del Señor, del nuevo
Adán.
La visión mariana de la Iglesia y la
visión eclesial, histórico-salvífica, de María nos llevan en definitiva a
Cristo y al Dios trino, porque aquí se manifiesta lo que significa la santidad,
lo que es la morada de Dios en el hombre y en el mundo, lo que debemos entender
por tensión "escatológica" de la Iglesia. Sólo así el capítulo de
María se presenta como culmen de la eclesiología conciliar y nos remite a su
punto de partida cristológico y trinitario.
Para ofrecer una muestra de la
teología de los santos Padres, quisiera proponer, como conclusión, un texto de
san Ambrosio, elegido por Hugo Rahner: "Así pues, estad firmes en el
terreno de vuestro corazón. El Apóstol nos explica lo que significa estar;
Moisés lo escribió: "el lugar en el que estás es tierra santa". Nadie
está, si no es quien está firme en la fe... y también está escrito: "Pero
tú está firme conmigo". Tú estarás firme conmigo si estás en la Iglesia.
La Iglesia es la tierra santa sobre la que debemos estar.... Por tanto, está
firme, está en la Iglesia. Está firme donde quiero aparecerme a ti, allí estaré
junto a ti. Donde está la Iglesia, allí es el lugar firme de tu corazón. Sobre
la Iglesia se apoyan los cimientos de tu alma. En efecto, en la Iglesia yo me
he aparecido a ti, como lo hice en otro tiempo en la zarza ardiente. La zarza
eres tú, yo soy el fuego. Fuego en la zarza yo soy en tu carne. Fuego yo soy,
para iluminarte; para quemar las espinas de tus pecados, para darte el favor de
mi gracia".
Card. JOSEPH RATZINGER
Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe
Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe
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